martes, 13 de agosto de 2013

En el mundo nuevo...

1.- La Naturaleza: El decaído estado de la naturaleza será restaurado a la perfección. El paraíso retornará a la Tierra. El Edén volverá a abrir sus puertas.

2.- La Sociedad: La guerra y los conflictos desaparecerán. Los seres humanos vivirán en una comunidad basada en la gracia de Dios, sin necesidad de leyes ni castigos.

3.- Las Relaciones: Las personas se relacionarán de alma a alma, con independencia de su riqueza o su posición social.

4.- La Psicología: La motivación fundamental de los individuos será el amor a Dios y un sentido de la valía basado en el amor de Dios por sus hijos.

5.- Las Emociones: En lugar de sentir ira, miedo y duda, la gente se sentirá amada, a salvo y bendecida.

6.- El Comportamiento: Al vivir en un estado de gracia, las personas no se maltratarán unas a otras. Su comportamiento será pacífico y afectuoso no sólo con la familia más inmediata, sino también con los vecinos e incluso los desconocidos.

7.- Biología: El cuerpo humano cambiará y no padecerá de enfermedades.

8.- La Metafísica: Dios dejará de mantenerse distante ante los asuntos humanos. Estará presente en la Tierra.

- Jesús de Nazareth

Como dos extraños

Me acobardó la soledad y el miedo enorme de morir lejos de ti.
Qué ganas tuve de llorar, sintiendo junto a mí la burla de la realidad.
Y el corazón me suplicó que te buscara y que le diera tu querer.
Me lo pedía el corazón y entonces te busqué, creyéndote mi salvación.

Y ahora que estoy frente a ti parecemos ya ves, dos extraños.
Lección que por fin aprendí: ¡Cómo cambian las cosas los años!
Angustia de saber muerta ya la ilusión y la fe.
Perdón si me ves lagrimear, los recuerdos me han hecho mal.

Palideció la luz del sol, al escucharte fríamente conversar.
Fue tan distinto nuestro amor y duele comprobar que todo, todo terminó.
Qué gran error volverte a ver, para llevarme destrozado el corazón.
Son mil fantasmas al volver, burlándose de mi, las horas de ese muerto ayer.

Y ahora que estoy frente a ti parecemos ya ves, dos extraños.
Lección que por fin aprendí: ¡Cómo cambian las cosas los años!

José María Cortusi, 1940

"Muriéndome por ahí"

Jorge Luis Borges visitó la Ciudad de México en 1973. Amable, accedió a todos los 'impiadosos compromisos' que, según sus palabras, 'confundían a un modesto autor con un pésimo actor'. De la breve entrevista que sostuvo con el Licenciado Luis Echeverría se sabe poco. El extinto periodista colombiano Miguel Cantero le preguntó meses después por la impresión que le causó el mandatario. A lo cual Borges respondió: 'Nunca me tomé en serio. Pero si ése es el presidente, prefiero no imaginar al gobierno'.

A su llegada al país, el escritor argentino 'pidió un favor' a sus anfitriones. Quería hablar con Juan Rulfo. Le sugirieron entonces un desayuno. 'Pido clemencia -respondió-. Prefiero los atardeceres. Las mañanas me derrotan. Ya no tengo el brío ni las fuerzas para entregar al día lo que se merece. Hoy el crepúsculo me sienta mejor. Sólo quiero conversar con mi amigo Rulfo.'

"Rulfo: Maestro, soy yo, Rulfo. Qué bueno que ya llegó. Usted sabe cómo lo estimamos y lo admiramos.

Borges: Finalmente, Rulfo. Ya no puedo ver un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. Ya había olvidado la verdadera dimensión de esta gran costumbre. Pero no me llames Borges y menos 'maestro', dígame Jorge Luis.

Rulfo: Qué amable. Usted dígame entonces Juan.

Borges: Le voy a ser sincero. Me gusta más Juan que Jorge Luis, con sus cuatro letras tan breves y tan definitivas. La brevedad ha sido siempre una de mis predilecciones.

Rulfo: No, eso sí que no. Juan cualquiera, pero Jorge Luis, sólo Borges.

Borges: Usted tan atento como siempre. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?

Rulfo: ¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.

Borges: Entonces no le ha ido tan mal.

Rulfo: ¿Cómo así?

Borges: Imagínese, don Juan, lo desdichado que seríamos si fuéramos inmortales.

Rulfo: Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera vivo.

Borges: Le voy a confiar un secreto. Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto. Sospechoso que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala."

Fundamentos para la República Amorosa

La decadencia que padecemos se ha producido, tanto por la falta de oportunidades de empleo, estudio y otros satisfactores básicos como por la pérdida de valores culturales, morales y espirituales. Por eso nuestra propuesta para lograr el renacimiento de México tiene el propósito de hacer realidad el progreso con justicia y, al mismo tiempo, auspiciar una manera de vivir, sustentada en el amor a la familia, al prójimo, a la naturaleza y a la patria.

Es sabido que los seres humanos necesitan bienestar. Es prácticamente aceptado por todos que nadie puede ser feliz sin tener trabajo, alimentación o cualquier otra necesidad, material o biológica. Un hombre en la pobreza piensa en cómo sobrevivir antes de ocuparse de tareas políticas, científicas, artísticas o espirituales.

Pero también es incuestionable que el sentido de la vida no se reduce sólo a la obtención de lo material, a lo que poseemos o acumulamos. Una persona sin apego a una doctrina o a un código de valores, no necesariamente logra la felicidad. Inclusive, en algunos casos, el triunfar a toda costa, sin escrúpulos morales de ninguna índole, conduce a una vida vacía y deshumanizada. De ahí que deberá buscarse siempre el equilibrio entre lo material y lo espiritual: procurar que a nadie le falte lo indispensable para la sobrevivencia y cultivar nuestros mejores sentimientos de bondad.

Cuando hablamos de una república amorosa, con dimensión social y grandeza espiritual, estamos proponiendo regenerar la vida pública de México mediante una nueva forma de hacer política, aplicando en prudente armonía tres ideas rectoras: la honestidad, la justicia y el amor. Honestidad y justicia para mejorar las condiciones de vida y alcanzar la tranquilidad y la paz pública; y el amor para promover el bien y lograr la felicidad.

La honestidad es la mayor riqueza de las naciones y, en nuestro país, este valor se ha venido degradando cada vez más. Aunque esto atañe a todos los sectores sociales, es, sin duda, la deshonestidad de los gobernantes y de las élites del poder, lo que más ha deteriorado la vida pública de México, tanto por el mal ejemplo como por la apropiación de bienes y riquezas de la colectividad. Inclusive puede afirmarse que la inmoralidad es la causa principal de la desigualdad y de la actual tragedia nacional. Dicho en otras palabras: nada ha deteriorado más a México que la corrupción política.

No obstante, siendo éste el principal problema del país y, aunque resulte increíble, es un tema que no aparece en la agenda nacional. Se habla de reformas estructurales de todo tipo, pero este grave asunto no se considera prioritario. Es más, no es tema en el discurso político, por el contrario, en la actualidad se ha extendido la especie del regreso del PRI, con la creencia de que ellos "roban pero dejan robar" y en el contexto de la máxima, según la cual, "quien no transa no avanza".

Aunque se vive en el llamado mundo de la globalidad, tampoco se piensa en importar ejemplos de países y gobiernos que han tenido éxito en hacer de la honestidad el principio rector de su vida pública. En la información más reciente sobre índices de la percepción de la corrupción en 182 países del mundo, mientras Nueva Zelanda, Dinamarca, Finlandia y Suecia ocupan los primeros lugares en honestidad, México ocupa el lugar 100. Y, como es obvio, ellos tienen mejores niveles de bienestar. Pero lo paradójico y absurdo es que en la sociedad mexicana existe este valor y ni siquiera tendríamos que importarlo. Es decir, si hubiese voluntad para aprovechar las bondades de la honestidad, sólo sería cosa de exaltarla, de cultivarla entre todos y hacerla voluntad colectiva.

En los pueblos del México profundo se conserva aún la herencia de la gran civilización mesoamericana y existe una importante reserva de valores para regenerar la vida pública. Me consta que hay comunidades donde las trojes que se usan para guardar el maíz están en el campo, en los "trabajaderos", lejos del caserío y nadie piensa en apropiarse del trabajo ajeno. En muchos lugares, hasta hace poco, no se tenía noción del robo. Aquí cuento que recientemente un joven compañero de Morena olvidó su cartera en el revistero de un avión comercial y días después recibió la llamada de un campesino migrante desde un lugar de California para informarle que él había encontrado su cartera con sus datos y dinero. El campesino migrante, originario de una comunidad de Veracruz, le preguntó sobre cuánto llevaba en la cartera y una vez aclarado el asunto se la envió a su domicilio. Mi joven compañero le preguntó al migrante, que apenas hablaba bien el español, por qué lo hacía. Le contestó que sus padres le habían enseñado a "hacer el bien sin mirar a quién" y que si actuaba así tendría en la vida una recompensa mayor.

Por ello digo que la honestidad es una virtud que aún poseemos y sólo es cosa de revalorarla, de darle su lugar, de ponerla en el centro del debate público y de aplicarla como principio básico para la regeneración nacional. Elevar la honestidad a rango supremo nos traería muchos beneficios. Los gobernantes contarían con autoridad moral para exigir a todos un recto proceder, nadie tendría privilegios. Se podría aplicar un plan de austeridad republicana para reducir los sueldos elevadísimos de los altos funcionarios públicos y eliminar los gastos superfluos. Asimismo, con este imperativo ético por delante se recuperarían recursos que hoy se van por el caño de la corrupción y se destinarían al desarrollo y al bienestar del pueblo.

La justicia. Todavía es vigente la frase bíblica de Madero de que el pueblo de México "tiene hambre y sed de justicia". Es la demanda incumplida, pendiente, a pesar de la Revolución y de toda la retórica de los gobiernos posteriores. Tampoco aparece en la agenda de la llamada clase política. No obstante, es la sombra que nos persigue, que nos impide estar bien con nuestras conciencias y ser más humanos.

La pobreza en México es una amarga realidad, entristece, parte el alma y se encuentra por todos lados. Está presente en los estados del norte, donde antes no había tanta. Es notoria en las colonias populares de grandes concentraciones urbanas y de las ciudades fronterizas; en el campo de Zacatecas, Nayarit y Durango; predomina en el centro, en el sur y en el sureste del país, sobre todo en comunidades indígenas. En todas partes la gente no tiene oportunidades de empleo y se ve obligada a emigrar de sus comunidades, abandonando a sus familias, costumbres y tradiciones. La producción de autoconsumo, los programas de apoyo gubernamental y la ayuda que reciben quienes tienen familiares en el extranjero, no alcanza más que para sobrevivir. No hay para el pasaje, la medicina, para pagar el gas, el recibo de la luz, ni mucho menos para comer bien.

En México la falta de justicia debe avergonzarnos más porque no existe ninguna razón natural o geográfica que la justifique. Nuestro país, a pesar de que lo han saqueado por siglos, todavía es de los que poseen más recursos naturales en el mundo. En todo su territorio hay riquezas: en el norte, minas de oro, plata y cobre; en el sur, agua, gas y petróleo y, en todos lados, el pueblo cuenta con cultura, vocación de trabajo y con una inmensa bondad. De modo que la pobreza no puede atribuirse a la falta de recursos, a la fatalidad, al destino o a la supuesta flojera e indolencia de los mexicanos. Como hemos dicho, se debe a la corrupción imperante y a la economía de elite que sólo beneficia a una pequeña minoría. Lo más lamentable es que, aun con el sufrimiento que implica esta política económica, se insiste en perpetuarla a cualquier costo. Hay una estrategia deliberada para ocultar hasta lo evidente. No se difunden las cifras oficiales que demuestran cómo la llamada política neoliberal nos llevó a la ruina y a un mayor deterioro de la convivencia social. No se dice que en los pasados 15 años, por ejemplo, solo se han generado anualmente 500 mil empleos formales en promedio, cuando se requieren un millón 200 mil. Es decir, cada año 700 mil mexicanos han tenido que emigrar, buscarse la vida en la economía informal o tomar el camino de las conductas antisociales. Tampoco se habla de que hoy 67 por ciento de los trabajadores con empleo, siete de cada 10, reciben ingresos que no superan los tres salarios mínimos, o sea, 13 dólares o 10 euros diarios. Con esos sueldos nadie podría vivir en Estados Unidos ni en Europa.

Por ello, insisto, lo que más desespera y molesta es que quienes realmente gobiernan no hacen nada para evitar el deterioro sistemático de los niveles de vida. Este año, por mantener el negocio de unos cuantos en la compra de los combustibles en el extranjero, va a aumentar la gasolina, el diesel y el gas al doble de la inflación, y como resultado continúa la pérdida del poder adquisitivo del salario. En el más reciente reporte del Centro de Análisis Multidisciplinario de la Facultad de Economía de la UNAM se sostiene que un salario mínimo hace 29 años alcanzaba para comprar 51 kilos de tortilla, o 250 piezas de pan blanco, o 12 kilos de frijol bayo; y ahora, sólo alcanza para adquirir cinco kilos de tortilla o 25 piezas de pan blanco o tres kilos de frijol. De ese tamaño ha sido el empobrecimiento de la gente.

Pero quizá lo que más revela la insensibilidad y el desprecio por la gente, es la forma en que se enfrenta la crisis de inseguridad y de violencia. El gobierno y las elites del poder son incapaces de aceptar que la pobreza y la falta de oportunidades de empleo y bienestar originaron este estallido de odio y resentimiento. Y, como es obvio, menos les importa atender las causas del problema. Por el contrario, en una especie de enajenación autoritaria, pretenden resolverlo con medidas coercitivas, enfrentando la violencia con la violencia, como si el fuego se pudiese apagar con fuego. Se dicen creyentes, pero olvidan que no es la violencia, sino el bien, lo que suprime el mal.

A este pensamiento hipócrita y conservador, debemos oponer el criterio de que la inseguridad y la violencia sólo pueden ser vencidas con cambios efectivos en el medio social y con la influencia moral que se pueda ejercer sobre la sociedad en su conjunto. No hay más que combatir la desigualdad para tener una sociedad más humana y evitar la frustración y las trágicas tensiones que provoca. Estamos, pues, preparados y decididos a resolver la actual crisis de inseguridad y de violencia. Lo haremos bajo el principio de que la paz y la tranquilidad son frutos de la justicia. La solución de fondo, la más eficaz y la más humana, pasa por enfrentar el desempleo, la pobreza, la desintegración familiar, la pérdida de valores y por incorporar a los jóvenes al trabajo y al estudio.

El amor. Como hemos sostenido, la crisis actual se debe no sólo a la falta de bienes materiales sino también por la pérdida de valores. De ahí que sea indispensable auspiciar una nueva corriente de pensamiento para alcanzar un ideal moral, cuyos preceptos exalten el amor a la familia, al prójimo, a la naturaleza y a la patria.

La descomposición social y los males que nos aquejan, no sólo deben contrarrestarse con desarrollo y bienestar y medidas coercitivas. Lo material es importante, pero no basta: hay que fortalecer los valores morales.

A partir de la reserva moral y cultural que todavía existe en las familias y en las comunidades del México profundo, y apoyados en la inmensa bondad que hay en nuestro pueblo, debemos emprender la tarea de exaltar y promover valores individuales y colectivos. Es urgente revertir el desequilibrio que existe entre el individualismo dominante y los valores orientados a hacer el bien en pro de los demás.

Yo sé que este tema es muy polémico, pero creo que si no se pone en el centro de la discusión y del debate, no iremos al fondo del problema. Tenemos que convencer y persuadir que si no buscamos alcanzar un ideal moral, no se podrá transformar a México. Sólo así podremos hacer frente a la mancha negra de individualismo, codicia y odio que se viene extendiendo cada vez más y que nos ha llevado a la degradación progresiva como sociedad y como nación.

Quienes piensan que este tema no corresponde a la política, olvidan que la meta última de la política es lograr el amor, hacer el bien, porque en ello está la verdadera felicidad. Baste señalar que, desde 1776, en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica, se propone como uno de sus objetivos "fomentar la felicidad", "a fin de formar una unión más perfecta". En el artículo primero de la Constitución francesa de 1793 se menciona que "el fin de la sociedad es la felicidad común". Asimismo, en nuestra Constitución de Apatzingán de 1814, se estableció el derecho del pueblo a la felicidad. Hay también quienes sostienen que hablar de fortalecer los valores espirituales es inmiscuirse en el terreno de lo religioso. La respuesta sobre este asunto la da Alfonso Reyes, de manera magistral, en su Cartilla Moral. Dice que "el bien no sólo es obligatorio para el creyente, sino para todos los hombres en general. El bien no sólo se funda en una recompensa que el religioso espera recibir en el cielo. Se funda también en razones que pertenecen a este mundo".

En los pueblos de Oaxaca, por ejemplo, los miembros de la comunidad practican sus creencias religiosas y, al mismo tiempo, trabajan en obras públicas y en cargos de gobierno, sin recibir salario o sueldo, motivados por el principio moral de que se debe servir a los demás, a la colectividad. No domina el individualismo; la persona no vale por lo que tiene o por los bienes materiales que acumule, sino por el prestigio que logra después de probar su vocación de servicio, su rectitud y el amor a sus semejantes, y esa es su mayor recompensa en la tierra.

Luego entonces, el propósito es contribuir en la formación de mujeres y hombres buenos y felices, con la premisa de que ser bueno es el único modo de ser dichoso. "El que tiene la conciencia tranquila duerme bien, vive contento". Debemos insistir en que hacer el bien es el principal de nuestros deberes morales. El bien es una cuestión de amor y de respeto a lo que es bueno para todos. Además, la felicidad no se logra acumulando riquezas, títulos o fama, sino estando bien con nuestra conciencia, con nosotros mismos y con el prójimo.

La felicidad profunda y verdadera no consiste en los placeres momentáneos y fugaces. Ellos aportan felicidad sólo en el momento que existen y después queda el vacío de la vida que puede ser terriblemente triste y angustioso. Cuando se pretende sustituir la entrega al bien con esos placeres efímeros puede suceder que éstos conduzcan a los vicios, a la corrupción y que aumente más y más la infelicidad humana. En consecuencia, es necesario centrar la vida en hacer el bien, en el amor, y a su vez, armonizar los placeres que ayudan a aliviar las tensiones e insatisfacciones de la vida. José Martí decía que el autolimitarnos, la doma de sí mismo, forja la personalidad, embellece la vida y da felicidad. Pero en caso de conflicto o cuando se tiene que optar, inclinarse por el bien ha de predominar sobre los placeres momentáneos. Por eso es muy importante una elaboración libre, personal, sobre lo que constituye el bien para cada uno de nosotros, según sea nuestra manera de ser y de pensar, nuestra historia vital y nuestras circunstancias sociales.

Sin embargo, existen preceptos generales que son aceptados como fuente de la felicidad humana. Alfonso Reyes, en su Cartilla Moral, los aborda "desde el más individual hasta el más general", "desde el más personal hasta el más impersonal", podemos imaginarlos, dice, "como una serie de círculos concéntricos", "comenzamos por el interior y vamos tocando otro círculo más amplio". Según Reyes, son seis preceptos básicos los que forman parte del "código del bien": el respeto a nuestra persona en cuerpo y alma; el respeto a la familia; el respeto a la sociedad humana en general, y a la sociedad en particular; el respeto a la patria; el respeto a la especie humana; y el respeto a la naturaleza que nos rodea.

Mucho antes, León Tolstoi en su libro Cuál es mi fe, sostenía que son cinco las condiciones para la felicidad terrenal admitidas generalmente por todo mundo: el poder gozar del cielo, del sol, del aire puro, de toda la naturaleza; el trabajo que nos gusta y hemos elegido libremente; la armonía familiar; la comunión libre y afectuosa con todos los hombres; la salud, y la muerte sin enfermedad.

Por supuesto que hay otros preceptos que deben ser exaltados y difundidos: el apego a la verdad, la honestidad, la justicia, la austeridad, la ternura, el cariño, la no violencia, la libertad, la dignidad, la igualdad, la fraternidad y a la verdadera legalidad. También deben incluirse valores y derechos de nuestro tiempo, como la no discriminación, la diversidad, la pluralidad y el derecho a la libre manifestación de las ideas. Y en todo ello, no dejar de admitir que en nuestras familias y pueblos existe una reserva moral de importantes valores de nuestras culturas que se han venido forjando de la mezcla de distintas civilizaciones y, en particular, de la admirable persistencia de la gran civilización mesoamericana.

En suma, estos fundamentos para una república amorosa deben convertirse en un código del bien. De ahí que hagamos el compromiso de convocar con este propósito a la elaboración de una constitución moral a especialistas en la materia, filósofos, sicólogos, sociólogos, antropólogos y a todos aquellos que tengan algo que aportar al respecto, como los ancianos venerables de las comunidades indígenas, los maestros, las padres y madres de familia, los jóvenes, los escritores, las mujeres, los empresarios, los defensores de la diversidad y de los derechos humanos, los practicantes de todas las religiones y los libre pensadores.

Una vez elaborada esta constitución moral, debemos hacer el compromiso de fomentar estos valores mediante todos los medios posibles. Introducir en la enseñanza la educación moral, darle toda la importancia que tienen materias como el civismo, la ética y la filosofía; propagar virtudes y destacar ejemplos positivos en los medios de comunicación. El propósito no sólo es frenar la corrupción política y moral que nos está hundiendo como sociedad y como nación, sino establecer las bases para una convivencia futura sustentada en el amor y en hacer el bien para alcanzar la verdadera felicidad.

- Andrés Manuel López Obrador.

Otra noción de patria.

"Los hombres de mala voluntad no serán provisoriamente condenados, para ellos no habrá paz en la tierrita, ni de ellos será el reino de los cielos, ya que como es público y notorio, no son pobres de espíritu.

Los hombres de mala voluntad no sueñan con muchchas y justicia, sino con locomotoras y elefantes que acaban desprendiéndose de un guinche ecuánime que casualmente pende sobre sus testas. No sueñan como nosotros con primaveras y alfabetizaciones, sino con robustas estatuas al gendarme desconocido que a veces se quiebran como mazapán.

Los hombres de mala voluntad, no todos, sino los verdaderamente temerarios, cuando van al analista y se confiesan, somatizan el odio y acaban vomitando a propósito.

Son ellos que gobiernan, gobiernan con garrotes, expedientes, cenizas, con genuflexiones concertadas y genuflexiones espontáneas, minidevaluaciones que en realidad son mezzo, y mezzodevaluaciones que en realidad son macro. Gobiernan con maldiciones y sin malabarismos, con malogros y malos pasos, con maltusianismo y malevaje, con malhumor y malversaciones, con maltrato y malvones, ya que aman las flores como si fueran prójimos pero no viceversa.

Los hombres de pésima voluntad todo lo postergan y pretergan, tal vez por eso no hacen casi nada, y ese poco no sirve. Si por ellos fuera le pondrían freno a la historia, tienen pánico de que ésta se desboque y les galope por encima. Pobres.

Tienen otras inquinas, verbigracia. No les gustan los jóvenes ni el himno. Los jóvenes bah, no es una sorpresa, el himno porque dice "tiranos temblad", y eso les repercute en el duodeno, pero sobre todo les desagrada porque cuando lo oyen obedecen y tiemblan. Sus enemigos son cuantiosos y tercos: marxistas, economistas, niños, sacerdotes, pueblos y más pueblos. Qué lata, es imposible acabar con los pueblos y casi cien catervas internacionales que tienen insolentes exigencias como pan nuestro y amnistía, no sabe por qué los obreros y los estudiantes no los aman.

Sus enemigos entrañables tienen algunas veces mala entraña, digamos pinochet y el apartheid, dime con quién andas y te diré go home..."

- Mario Benedetti.

Sólo acercándose

Imagínate dos velas: una encendida y otra apagada.
Acercándose cada vez más.
De repente, llega un momento en el que te maravillarás;
las dos velas están encendidas. La llama ha saltado a la otra vela.
Con sólo una cierta proximidad...

El amor crea esa proximidad y la llama salta de un corazón a otro.
No se trata de que alguien se rinda, no se trata de que alguien crea.
Es la transmisión de luz. Así es como se ha conocido en Oriente:
La transmisión de la luz de un corazón,
que ha descubierto su propio fuego,
a otro corazón que está tanteando en la oscuridad.

El mundo necesita inmensamente, urgentemente,
mucha gente consciente, amorosa, libre, sincera.
Sólo esa gente puede crear una cierta atmósfera espiritual
que podrá impedir que este mundo sea destruido por las
fuerzas suicidas, que son muy poderosas, pero no más poderosas
que el amor.

Palabras

Justamente amo esta piedra, el río, y todas estas cosas que estamos viendo y de las cuales podemos aprender. Sí puedo amar a una piedra, así como a un árbol y hasta a un pedazo de corteza. Son cosas, y las cosas pueden ser amadas. En cambio soy incapaz de amar a las palabras. Por eso las doctrinas nada significan para mí; no tienen dureza, ni blandura, ni colores, ni cantos, ni aroma, ni sabor: no tienen más que palabras. Tal vez sea esto mismo lo que te impide encontrar la paz; tal vez sea todo este exceso de palabras. Pues también liberación y virtud, también sansara y nirvana son simples palabras.

- Siddhartha. Herman Hesse.

Guitarra Negra

Y he sabido, guitarra, que este otro perro que criaste, labrador, campesino, a veces manso o vigilante, que roe su propio hueso en la penumbra y gruñe, cual casi todo perro popular, vagará por sus anchas veredas, tus milongas sangrantes, hasta morir también, tal vez un día, de soledad y rabia, de ternura, o de algún violento amor; de amor sin duda.

- Alfredo Zitarrosa.

"El arte de amar"

Soldado novicio que quieres alistarte bajo la bandera del amor, primero busca la mujer que debes amar; después cautiva su corazón; por último, procura que su pasión sea eterna.

- Ovidio

miércoles, 29 de mayo de 2013

Rebelde

Un rebelde es un hombre que no vive como un robot condicionado por el pasado. No interfiere en su forma de vivir la religión, la sociedad, la cultura, ni cualquier cosa que pertenezca al ayer. El rebelde vive individualmente. No como el diente de un engranaje, sino como una unidad orgánica. Su vida no es decida por nadie más que su propia inteligencia. La fragancia de su vida es la de la libertad. No sólo vive en libertad, permite que todo el mundo viva en libertad. No permite que nadie interfiera en su vida, ni interfiere en la de los demás. Para él, la vida es sagrada, y la libertad es el valor supremo, por ella está dispuesto a sacrificarlo todo. La libertad es su Dios. El rebelde vive totalmente de acuerdo a su propia luz. El rebelde es la persona contemporánea. El rebelde se rebela en contra de lo muerto. No le da miedo quedarse sólo; al contrario, disfruta de su soledad como uno de sus más preciados tesoros. Crea su camino caminándolo, no sigue a la multitud. Su vida es peligrosa; pues una vida que no es peligrosa no es vida en absoluto. Él acepta el desafío de lo desconocido. El rebelde simplemente se despide del pasado. Por eso, el rebelde tiene que aprender un nuevo arte: el arte de morir a cada momento que ha pasado, de modo que pueda vivir libre en el momento nuevo que ha llegado. Toda vida del rebelde es un fuego que quema. Hasta el último aliento es joven, es nuevo. Ser un rebelde es la única manera de ser religioso. Un rebelde es aquel que renuncia a todo el pasado porque quiere vivir su vida de acuerdo a sus propios anhelos, de acuerdo a su propia naturaleza. El rebelde es la única esperanza para el futuro de la humanidad. El rebelde destruirá todas las religiones, todas las naciones, todas las razas, porque todas están podridas, pasadas, obstaculizando el progreso de la evolución humana. Un rebelde te respeta, respeta la vida, tiene una profunda reverencia por todo lo que crece, prospera, respira. No se coloca por encima de ti, no es más sagrado que tú, más elevado que tú, es uno entre todos. Sólo puede reclamar una cosa que sí: él tiene más valentía que tú. No puede salvarte, sólo tu valentía puede salvarte. No puede dirigirte, sólo tus propias entrañas pueden dirigirte a que realices tu vida. La rebelión es un estilo de vida. Es la única religión que es auténtica. El rebelde es un tremendo equilibrio, y eso no es posible sin conciencia, vigilancia y una compasión inmensa. No es una reacción, es una acción; no va en contra de lo viejo, sino a favor de lo nuevo. Está en contra de lo establecido. Él tiene una visión de futuro, de un nuevo hombre, de una nueva humanidad. Está trabajando para crear ese sueño, para hacerlo realidad. Si está en contra de la sociedad, es porque la sociedad es un obstáculo para su sueño. Su foco no está en los poderes fácticos, su foco está en un futuro desconocido, una posibilidad potencial. Actúa a partir de su libertad, a partir de su visión, a partir de su futuro. Su conciencia decide en qué dirección ir. Mi visión del nuevo hombre es la de un rebelde, la de un hombre que está buscando su ser original, su rostro original. Un hombre que está preparado para renunciar a todas las máscaras, todas las pretensiones, todas las hipocrecías, y mostrarle al mundo quién es en realidad. No importa que te amen o que te critiquen, te respeten, te honren o te difamen, que te coronen o te crucifiquen; porque la mayor bendición que hay en la existencia es ser tú mismo. Aunque te crucifiquen, tu seguirás estando satisfecho e inmensamente complacido. Sin miedo a la muerte, sin miedo a nada.

Desierto: Mito y Leyenda del noroeste de México


Por Gabriel Trujillo Muñoz.

El desierto tiene algo de inmortal, de presencia ajena a la historia, de paisaje extraterrestre. Para el historiador chileno Manuel Vicuña, el desierto es la “antesala de la creación, el tiempo de los orígenes, los residuos de otras edades geológicas”. Para los viajeros que han tenido que atravesarlos son regiones silenciosas, sin agua ni horizontes, donde cualquiera puede perderse. Espacios donde reina la nada, el vacío, el caos y, especialmente, la muerte. Pero para quienes habitan estos arenales infinitos, el desierto es vida y prodigio, sustento y rumbo. Para los nativos indígenas del noroeste mexicano, el desierto era producto de la acción de los dioses gemelos, Sipa y Komat, quienes habían desecado los mares para crear las planicies arenosas que acabaron siendo su hogar. Para la etnia kiliwa de Baja California, el astro rector de su existencia era el sol y como lo dice su mito de creación, en versión de Emiliano Uchurte, el sol es obra del dios coyote Matipá: 

"Matipá pensó que haría el sol. Primero trató de sacarlo de su codo, pero no pudo. Luego intentó formarlo de su muslo pero tampoco tuvo éxito. Entonces quiso extraerlo de la parte superior de su cabeza, pero inútilmente también. Por fin logró hacerlo de su boca, porque la boca es caliente y cuando hace frío echa humo. Como el calor del sol era insoportable, Matipá se propuso hacer un arbusto de creosota para protegerse de sus rayos. Al fin se sentó a la sombra del arbusto, pero como el calor seguía siendo insoportable, Matipá hizo entonces una víbora de cascabel. La serpiente empezó a estirarse para alejar al sol más hacia arriba y lo empujó y lo empujó hasta que por fin lo dejó en lo más alto del cielo."

Habitar el desierto es ser nómada, es aceptar que el movimiento asegura la precaria subsistencia. Para los grupos indígenas de Aridoamérica (esta región que va de Zacatecas y Durango y que se extiende hasta Nevada, California, Arizona y Nuevo México), ellos son los dueños y señores de una tierra de amplios horizontes, de una vida marcada por el culto de la luz: “El sol sale y alumbra la tierra”, el sol sale y crea la claridad. Y es que el desierto moldea el carácter de sus habitantes, sus hábitos y costumbres, su manera de ver el mundo. En una tierra que ofrece frutos escasos y enormes peligros, los indios del noroeste mexicano tuvieron que afrontar las limitaciones de la naturaleza. Así, en el canto pápago (Sonora) en que se invoca la lluvia, se suplica: 

Señor, araño el aire y brota tierra,
araño el fuego y brota tierra,
araño el agua y brota tierra,
araño la tierra y brota mi sangre,
que llueva, que llueva, señor, que llueva.

Pero incluso con sus tormentas de arena y sus tormentos de sed, el desierto es hogar y residencia, orgullo y desafío para los indígenas de Sonora, Chihuahua y Baja California. Por eso Agustín Sández, indio cucapá, canta a esta inmensidad desértica con una querencia ancestral:

Esa tierra es mía,
es tierra nuestra.
La tierra de la orilla del río;
hace mucho era mía,
cuando los indios eran indios,
cuando los indios;
cuando ellos iban y venían.

A partir del siglo XVII, los exploradores, misioneros y colonizadores son los primeros occidentales en toparse con el desierto y describirlo como un infierno, como una región que atormenta el espíritu y reta al más valiente y arrojado, y así, los escritores comienzan a cantarle a las arenas espejeantes a partir de que se da un proceso de domesticación de la naturaleza a fines del siglo XiX y principios del siglo XX. Donde había páramos candentes ahora hay pueblos en expansión, ciudades que, gracias a  la tecnología de los canales de riego, crean ya una cultura sedentaria, una serie de comunidades con ideales de progreso material y prosperidad económica, una sociedad de la que surgen poetas y narradores que le cantan al desierto, que describen su impacto vivencial y sensorial en sus propias existencias. 

Al principio, es decir, a mediados del siglo XX, estos escritores son periodistas que viven cortas o largas temporadas en esta parte del país, como es el caso de José Revueltas (1914-1976) y Fernando Jordán (1920-1956). Ambos periodistas describen el avance inexorable de la civilización sobre los últimos rincones vírgenes de Baja California. Ambos son testigos presenciales de la modernidad que llega para explotar hasta las últimas riquezas de estas tierras y mares. El desierto se transforma, así, de un desafío en un obstáculo que debe ser conquistado a base de centrales eléctricas, canales de riego y autopistas. La modernidad en toda su avasalladora presencia. En esta época también comienza otro proceso cultural: la recreación poética del desierto por los habitantes del Noroeste de México. 

Desde la segunda mitad del siglo XX en adelante, muchos poetas, algunos de ellos provenientes de otras partes del país, otros nacidos en este mismo desierto, van a cantarle a la árida naturaleza que los rodea. Pero aquí ya el desierto deviene en orgullo regional, en señal de progreso, como ocurre en el poema “Desierto” de Miguel de Anda Jacobsen (1927-2001), poeta bajacaliforniano:

Desierto, soledad hirviente
que te conjugas con el mar distante:
tu biznaga y tu cirio en consonante,
son paradoja del pinar riente.
Herrumbre que persiste como anclaje
al progreso fecundo enajenada:
representas la miseria portada
del inclemente, rústico paisaje.

Para los poetas de generaciones posteriores a la de Miguel de Anda Jacobsen, el desierto no es rústico ni miserable, sino un enigma a resolver, un espacio mítico, un sitio donde se reúnen fuerzas transcendentes. Para muchos de estos poetas, el desierto es una senda de conocimientos antiguos, de sabiduría ancestral. Decir desierto implica reconocer sus propios orígenes en la cultura indígena a la que nuestra vida urbana ha dado la espalda. Por eso Alejandro Aguilar Zéleny (Sonora, 1956) busca vincularse, a través de ceremonias colectivas, con otras formas de habitar el desierto, con otras maneras de cantarle al viento. En su poema “Hikuri: las sombras del sol”, Aguilar Zéleny nos describe el rito de la danza-música que hace que un arenal perdido se vuelva, por unos días, el centro del universo:

Así estamos aquí, en medio o al final del desierto; al comienzo del monte donde la vida se hizo paso a paso; una leyenda tras otra, cuando el conejo entró en el cuerpo de la luna; cuando el coyote huyó del fin del mundo; cuando el árbol del búfalo comenzó a sangrar y las águilas lloraban, arrojando sus plumas a la cabeza de los pobrecitos hombres que apenas aprendían a levantarse y ya eran nuevamente lanzados a la oscuridad. Voces que espantan a los vivos, carcomiendo el poco de muerte que queda por sufrir. Aquí estamos detenidos, visitantes eternos de otras risas y otras canciones.

Para otros poetas del noroeste mexicano, como Elizabeth Algrávez (Mexicali, 1972), es el desierto donde la naturaleza se desnuda de todo atavío, de todo exceso. Más que el desierto en sí, Elizabeth siente a éste como su propio cuerpo, donde ella misma “descubre su geografía de mujer incierta. Para Algrávez, “el desierto es destino y penitencia”, pero también es su propio cuerpo en espera del tigre que ande por su piel y cuya furia la rompa y la devore. En este caso, el desierto y el tigre son metáforas del acto sexual, donde el desierto es mujer abierta al escrutinio de nuestras miradas y el acoso de las fieras. En su poemario Trilogía de arena (1999), Elizabeth implora que sus labios secos sean “besados por el viento hiriente del desierto”, en ese espacio de placeres y sorpresas que aguarda a su amante, sea éste el viento, el tigre o el reptil:

Y el reptil va barriendo la piel del desierto
Y el reptil va, barriendo la piel del desierto
Y el reptil, baba riendo, la piel del desierto
Y el reptil baba, ríe en do la piel del desierto
Que es curva y honda, y es seda y se da.

Tal vez por eso Dante Salgado (Baja California Sur, 1966) exponga que el desierto está habitado po ángeles y demonios que reflejan nuestras ansias, nuestros sueños más íntimos. El poeta, entonces, se dedica a observar el mundo como si fuera un habitante de la desolación y la quimera, un residente que ve en una simple bugambilia el paraíso y en la mujer que ama la brújula que lo guía por los vastos arenales y no le permite perder el rumbo. El desierto es presencia milagrosa, señal de vida a plenitud y no de muerte cierta. Así lo dice en su libro El Jardín de las Miradas (2003):

Si sólo fueras
Esa piedra que corta mi carne
O la luz del verano
Que me ciega
Si al menos fueras
Este puño de arena
O la sombra que vuela debajo del ave
Yo me quedaría en silencio
Mirándote

Para los nativos indígenas del noroeste mexicano, el desierto era producto de la acción de los dioses gemelos, Sipa y Komat, quienes habían desecado los mares para crear las planicies arenosas que acabaron siendo su hogar.El desierto es presencia milagrosa, señal de vida a plenitud y no de muerte cierta. El desierto está habitado por ángeles y demonios que reflejan nuestras ansias, nuestros sueños más íntimos. Ser el desierto es ser la vida que no cesa de seguir adelante. El desierto no es el vacío sino el esfuerzo denodado, la paciencia infinita, el gozo de lo poco y lo breve. Pero, al menos en la poesía reciente, es la luz que salta como un prodigio, el agua que ilumina los rostros, la hermosura de los atardeceres y el oasis de la palabra. 

Ya Jesús Sansón Flores (1909-1966), un poeta michoacano avecindado en Mexicali, Baja California, dijo que “Este desierto es ya mío / Con este Sol ya me quedo”. Y lo mismo afirma la poeta mexicalense Karla Mora Corrales (Baja California, 1974) en su poema “Haciéndome visible”: la fortuna de vivir en el desierto, la capacidad de cambiar de forma y de sentido. Poesía que es su propio espejismo camaleónico, su verdad candente y pura: 

Me he esperado aquí
de frente a la maleza
para convertirme en roca
a mitad del camino desvanecida
ser polvo en verano y fango en invierno
abochorno al mezquite
y a la serpiente sorprendo
soy la espina, soy la plaga
la tormenta
la sequía del desierto,
me he esperado
para darme a mí,
hablaré de mis ancestros
para fundirme con ellos
y ser volátil cual ceniza
de miradas cegadora
Soy la insolación de agosto
el sabor del algodón
soy la sal de mar 
la nube del invierno
renazco en la ponzoña de la araña
en el incendio del rayo
y en la púrpura herida,
pero renazco

El desierto del Noroeste, ese paisaje que va de Mexicali, en Baja California, a los médanos de Sonoyta y a los arenales de Puerto Peñasco, en Sonora, esa ruta que serpentea desde la Laguna Salada hasta el espinazo de nuestra península, es todavía una realidad que apenas comienza a ser cantada en todo su resplandor, en todos sus misterios: un vórtice poético que muestra la blancura de sus huesos blanqueados bajo el sol, de sus versos pulidos por el viento: signos de un paisaje que ya empieza a ser parte fundamental de una literatura ardiente y alucinatoria, lúcida en su atosigante espejismo, plena de obras y autores fascinados por las reverberaciones de la luz en la pupila, por las ondulaciones del agua en un horizonte inalcanzable. Desierto y poesía: dos hermanos gemelos, dos dioses jugando bajo la piel misma del dios coyote Matipá. Nuestro aullido supremo. Nuestro astuto creador.

Enamoramiento

En el enamoramiento descubrimos algo que vale más que cualquier otra cosa; descubrimos amar y querer en su individualidad, en los detalles de su ser a otra persona. Sentirse correspondidos significa advertir que lo que somos, por pobre que lo consideremos en comparación con lo que son y valen los otros, tiene valor. Lo tiene porque se lo otorga la persona amada, la que encarna en sí todo potencial valor. Ninguno de nosotros imagina ser el más bello, ni el más inteligente del mundo. Ninguna de nuestras virtudes, medidas con el metro del mundo, nos hace preferibles a los otros. Frente a cualquier criterio de valor mundano lo que somos es siempre poca cosa. Pero hay en nosotros un valor, una unicidad insustituible. En el enamoramiento esa unicidad es reconocida. El amado al amarnos, ama esa inconfundible unicidad nuestra(...) Al igual que nosotros en el amado encontramos un detalle, la curva de la boca, el olor o el perfume que usa, la forma del seno, la curva de las caderas, las manos, el modo de mirar, cierto vestido, las cosas que le gustan, los libros que lee, también él encuentra en nosotros algo que simboliza lo más bello. Y esto nos hace felices.

Francesco Alberoni.

10 palabras de amor unicas


El amor se considera, desde tiempos remotos, la emoción humana inefable por antonomasia. Entre los griegos, por ejemplo, se le consideraba un tipo de locura, la manía erótica que Platón calificó en el Fedro como la posesión suprema. Quizá por esto, porque los efectos que suscita la pasión amorosa rozan lo indescriptible, lo innombrable, esos límites donde el lenguaje se revela insuficiente, existen expresiones que intentan dar cuenta de dicha realidad: casi como en un proceso alquímico, reducir el amor tanto como sea posible a una serie arbitraria de signos inteligibles.

1. Mamihlapinatapei: en yagan, un idioma del pueblo aborigen homónimo que habita en las latitudes más australes de Sudamérica (especialmente en Isla Grande de Tierra del Fuego y Cabo de Hornos), la situación existente entre dos personas que al mismo tiempo que desean iniciar una relación amorosa entre sí, ambos se sienten reluctantes, renuentes, a dar el primer paso.

2. Yuanfen: en chino, una relación signada por el destino. Un concepto que encuentra su propia lógica desde el principio de la predeterminación que rige la existencia de una persona. Un poco como lo expuesto por el narrador de Deustches requiem, el cuento de Borges:

En el primer volumen de Parerga und paralipomena releí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas; esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad.

3. Cafuné: en el portugués de Brasil, el acto de pasar los dedos tiernamente por el cabello del ser amado.

4. Retrouvailles: en francés, la alegría de reencontrarse con alguien después de mucho tiempo sin verlo.

5. Ilunga: en bantú, una familia de lenguas africanas no afroasiáticas (como el zulú y el suajili, entre otras), una persona que perdona una ofensa la primera vez, la tolera en una segunda ocasión pero nunca una tercera.

6. La douleur exquise: también en francés, el dolor que se siente cuando se desea a alguien que no se puede tener. “Buscan luego mis ojos tu presencia” (Sor Juana): la frustración de tenerte frente a mí y, sin embargo, no tenerte de ningún modo.

7. Koi No Yokan: japonés para la sensación de conocer por vez primera a alguien y, en ese mismo instante, saber que ambos están destinados a enamorarse.

8. Ya’aburnee: “Entiérrame”, una declaración en árabe que expresa la esperanza de que uno de los amantes muera primero, porque quien la dice supone que no podría vivir si el otro faltara.

9. Forelsket: en noruego, la euforia propia de la primera vez que uno se enamora.

10. Saudade: una de las palabras más características del portugués, polisémica; en el caso del amor, se refiere al sentimiento de amar aún a alguien que se ha perdido; también “un deseo vago pero constante por alguien que no existe y probablemente no pueda existir”.